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El milagro de la licuefacción de la sangre de San Pantaleón
J. L. Gamallo. Muy cerca del Palacio Real se levanta una de las iglesias más bellas de Madría, la del Real Monasterio de la Encarnación, fundado por la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III. El motivo parece que fue para recordar la expulsión por parte de su real esposo de los moriscos de España. En 1616, aunque habiendo muerto la reina, el rey Felipe III con gran esplendor cortesano inauguró el Monasterio. El arquitecto de la corte, fray Alberto de la Madre de Dios fue el encargado de las obras, dentro de un severo estilo herreriano.
En el siglo XVIII Ventura de la Vega reformó el interior, dándole el aire neoclásico del que se puede disfrutar en la actualidad. Diversos lienzos de la nave muestran escenas de la vida de San Agustín. Los frescos de la capilla mayor se deben a Francisco Bayeu, cuñado de Goya.
La Anunciación de Vicente Carducho puede admirarse en el retablo del altar mayor, flanqueado por sendas imágenes de San Agustín y Santa Mónica, del imaginero castellano Gregorio Fernández. El tabernáculo es obra maestra de Ventura Rodríguez. Pero aparte de todas estas obras excelsas de arte y fe, en la Encarnación se custodia una sensacional reliquia, una ampolla con una porción de la sangre de san Pantaleón de Nicomedia, martirizado durante la persecución de Diocleciano (303 d.C.). Sin se que sepan los motivos para tal fenómeno, la víspera de su santo, el 27 de julio, la sangre hasta ese momento solidificada, se licuefacciona.
Según la tradición, Pantaleón, después de haber sido convenientemente torturado, fue decapitado bajo una higuera seca que volvió a la vida al recibir la sangre del mártir. Cientos de madrileños se acercan en este día para ser testigos de tan sorprendente milagro y besar una reliquia ósea del santo. Se sea creyente o no, pero si amante del arte y la belleza, es casi una obligación acercarse para admirar y visitar la iglesia y el Monasterio, una de los tesoros ignotos de Madrid y que suelen ser obviados por los turistas y por los mismos madrileños, desconocedores de tan grande maravilla.
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